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El mundo de las artes escénicas se viste de luto con la partida de Rubén Di Pietro, el maestro argentino que, con casi 75 años de vida y 60 de ellos dedicados al teatro, la televisión y el cine, dejó un vacío imposible de llenar. Su muerte no solo conmueve a la comunidad artística de Colombia, donde residió y enseñó durante 40 años, sino que también resuena en los corazones de aquellos que, como Róbinson Díaz, Alejandra Borrero, Ramiro Meneses y Catalina Sandino, se formaron bajo su tutela y hoy son testigos vivientes de su inmenso legado.

Nacido en la lejana Tucumán, Argentina, Di Pietro emprendió un viaje que lo llevaría a estudiar física en Buenos Aires, pero fue la actuación la que capturó su alma, llevándolo a cruzar océanos hasta Polonia, donde se sumergió en el estudio de las artes escénicas. Su vida dio un giro inesperado cuando la Guerra de las Malvinas le impidió regresar a su tierra natal, y así, el destino lo condujo a Suecia, donde un anuncio en el periódico cambiaría su rumbo para siempre: una ONG buscaba un maestro de actuación en Bogotá.

A pesar de las advertencias sobre los desafíos que enfrentaría en Colombia, Di Pietro se presentó a la prueba y, tras ser seleccionado, decidió emprender el viaje a Bogotá, un lugar que, a pesar de su fama de ser “fea, fría y fétida”, terminaría por conquistar su corazón. El amor por Colombia se convirtió en una constante en su vida, y su compromiso con la formación escénica nunca flaqueó, incluso hasta su último aliento.

Rubén Di Pietro eligió Ciudad Bolívar, una localidad marcada por la complejidad social, para echar raíces y compartir su arte. Su pasión por la enseñanza y su amor por Colombia lo llevaron a fundar Ítaka, un teatro estudio y laboratorio de actuación en La Calera, al oriente de Bogotá. Allí, su filosofía de formación se centró en la disciplina, convencido de que sin ella, los resultados simplemente no son posibles. Se describía a sí mismo como un maestro de ‘manos de seda, pero con guantes de hierro’, un enfoque que, aunque para algunos parecía severo, para otros era la esencia de su éxito.

El método de Di Pietro, basado en la confrontación, exigía a los artistas enfrentarse a sí mismos para descubrir sus fortalezas y debilidades. Su enseñanza iba más allá de la técnica; era una invitación a la introspección y al autoconocimiento. La inteligencia, la sensibilidad, la disciplina y la autoaceptación eran los pilares que él consideraba fundamentales para el oficio de la actuación. “Uno debe amarse a sí mismo para ser actor”, solía decir, una declaración que refleja la profundidad de su pensamiento y su enfoque humanista.

La comunidad artística recuerda a Di Pietro no solo por su rigurosidad y su fama de ser exigente, sino también por su capacidad de mantener un vínculo cercano con sus alumnos. Aquellos que lograron comprender su método y su locura, lo amaron incondicionalmente. Su hija, la actriz Laura Di Pietro, se enfrenta ahora al desafío de continuar con el legado de su padre, una tarea que, sin duda, llevará adelante con el mismo amor y dedicación que él demostró a lo largo de su vida.

La partida de Rubén Di Pietro deja un hueco en el mundo del teatro, pero su influencia perdurará en las generaciones de actores que formó y en aquellos que, inspirados por su enseñanza, seguirán llevando la antorcha de su pasión por la actuación. Su legado es eterno, y su memoria seguirá viva en cada escenario que sus discípulos pisen, en cada personaje que interpreten y en cada aplauso que reciban. Su vida fue un acto de amor por el arte, y su historia, una obra maestra que seguirá contándose.

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