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En la alborada de un día especial, el país se tiñe de un amarillo esperanzador. No es un amarillo cualquiera, sino uno que se extiende en un abanico que va desde el amarillo amapola hasta el amarillo pollito, un color que también refleja, con dolorosa ironía, la realidad de los niños desnutridos. Este matiz no es solo un color más de la paleta, sino un símbolo que se adueña de las calles, las oficinas y los corazones de los colombianos cuando su selección de fútbol entra en juego.

La historia de nuestra bandera, con sus colores emblemáticos, se remonta a los tiempos de Francisco de Miranda, un hombre que no solo soñó con la libertad sino que también se embarcó en aventuras que lo llevaron a entablar una amistad con la emperatriz Catalina de Rusia. La creación de nuestra enseña nacional se entreteje con anécdotas de amor y lucha, donde algunos prefieren la versión romántica de una bandera inspirada en la belleza de una mujer, mientras que otros se inclinan por la representación de elementos naturales y la valentía de un pueblo.

Es curioso cómo, a pesar de los años y los cambios políticos, incluso con un presidente como Petro, conocido por su afán de transformación, la bandera se mantiene inmutable, un pilar de identidad nacional. Sin embargo, es preocupante que muchos jóvenes reconozcan los colores pero desconozcan el significado y la proporción de las franjas que componen nuestro pabellón.

Hoy, la pasión por el fútbol se apodera de todos, desde las enfermeras hasta los recolectores de basura, quienes dejan a un lado sus uniformes habituales en favor de la camiseta amarilla. La expectativa por el partido contra Brasil invade cada conversación, y la nostalgia por las hazañas pasadas de jugadores como James Rodríguez se mezcla con las estrategias y pronósticos de aficionados de todas las edades.

En este contexto, el presidente Petro encuentra un respiro, ya que la atención se desvía de los asuntos políticos hacia el fervor futbolístico. El fútbol, por un día, se convierte en el centro de todo, relegando a un segundo plano las controversias, los discursos y las reformas. La unidad que genera este deporte es tan poderosa que, por unas horas, los problemas nacionales e internacionales parecen desvanecerse ante la posibilidad de una victoria en el campo de juego.

La realidad es que el fútbol, más allá de ser un simple deporte, actúa como un catalizador de emociones y un escape temporal de las dificultades cotidianas. Es un fenómeno que, en su esencia, refleja la capacidad de un país para unirse bajo un mismo sentimiento, una misma esperanza, que se viste de amarillo y que, al menos por un día, hace que todo lo demás pase a un segundo plano. Y así, con el pitido inicial, el país entero se paraliza, expectante, soñando con la gloria en el verde césped, donde el honor de una nación se juega a cada pase, a cada gol, a cada segundo del reloj.

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